lunes, 19 de septiembre de 2016

Competencia llena de estilos




Por:  Rosario  Manzanos


¿A qué categorías estéticas hay que recurrir para poder evaluar una pieza coreográfica dentro de un concurso?¿Puede y debe juzgarse la danza desde una misma perspectiva?



En el INBA-UAM, principal concurso de coreografía del país, los entrecruzamientos para definir la trascendencia de una pieza recayeron sobre el jurado constituido por Isabel Beteta, Lourdes Luna, Laura Rocha y Nora Manneck que deliberaron más de cuatro horas para elegir al ganador.



De entrada habría que puntualizar que el jurado y el público vimos obras diferentes. Sin programas de mano, con información elemental en copias fotostáticas de pésimo nivel, los asistentes a las eliminatorias tuvimos que resignarnos a sólo conocer el nombre de la pieza –no siempre– y su autor. No es lo mismo tener sinopsis, curricula, etc., que presenciar una función sin referencia alguna y sobre todo hablando de coreografía contemporánea.



Desde ese horizonte, en mi lectura hubo una sola pieza que brillaba y era la de Rodrigo Angoitia, de la cual ni del nombre alcancé a enterarme. Experimentado creador e intérprete, siempre tangencial a las líneas convencionales de la danza, expuso un excepcional discurso escénico donde una aparente quietud era la constante.



Sentados en medio círculo alrededor de lo que parecían ser unos muertos, en la expresión mínima del cuerpo y del gesto, la propuesta podía leerse desde elementos simbólicos de la pérdida del todo, desde el exilio sirio y cubano a través del mar, a partir las visiones renacentistas de La Última Cena y hasta de las imágenes de miles de muertos que ha cobrado el río Bravo.



En calma, frente a la muerte y el dolor —y muy lejos del melodrama—, un cuadro de filigranas de movimiento, iluminación y gestualidad casi imperceptibles y asombrosas llenaron el foro ¿Cómo llegó ese brazo ahí? ¿En qué momento se derrumbó ese torso? ¿Qué me dice esa mano que sale debajo de una túnica como pidiendo consuelo o clemencia?.



Un montaje eficaz y emotivo donde el “baile” o “la danza”, concebidos desde lo convencional no caben. Como tampoco caben en las últimas propuestas de la franco-hispana Maguy Marin que con May B, Umwelt y Salves demostró en las principales salas de danza del mundo que hacer coreografía es, en verdad, un oficio mayor y de alcances que requieren mentes e intuiciones muy temerarias. Pero el jurado, por mayoría le dio el triunfo a Raúl Tamez autor de El Trágico Teatro de la Muerte y dio una felicitación a Laura Vera por Ítaca. Equis y no X.



De la experiencia, resalto que a excepción de la de Angoitia todas las obras eran crípticas, sin un desarrollo de un lenguaje formal y en su mayoría parecidas entre sí en su vocabulario. También que, en al menos tres de ellas se hizo el intento de usar la voz para crear una suerte de jeringonza –Mirna de la Garza utilizaba ese recurso con enorme precisión en los años ochenta y noventa –, que tal vez sea una moda más.



En estos tiempos donde unos bailan, otros no, algunos improvisan, se retuercen, corren por el escenario siguiendo el peso de su cuerpo, hablan todo el tiempo, en fin, en un abanico inabarcable donde en múltiples casos el creador decide que su obra es arte sólo porque él lo dice, el jurado no la tenía fácil.



Me imagino —o espero— que uno de los puntos a discutir fue si la provocadora propuesta de Angoitia era danza o no. Librada esa crisis de concepción artística —y estética—, era entendible que tomaran la opción del otro extremo, la del desbordado despliegue de danza y movimiento de El Mágico Teatro de la Muerte.



Al día siguiente de la final del INBA-UAM leí las sinopsis del programa de mano de la final —ahí sí hubo—. Sin dudarlo, la única que coincidió con lo que sentí, vi y me conmovió fue Mar Muerto de Rodrigo Angoitia. Lo agradecí profundamente.

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