lunes, 30 de octubre de 2017

La levadura y el anfitrión; coreografía mental

                                                         Foto: Quetzalli González

Por: Sonia Ávila

La exposición La levadura y el anfitrión, la primera individual de Phillipe Parreno (Oran, Argelia, 1964) en México, es un bombardeo de estímulos audiovisuales. Se integra por una serie de cuatro videos encadenados a intervenciones musicales en piano e imágenes de realidad virtual que hacen en el Museo Jumex una inmersión cinematográfica. Y el espectador tiene el control total del espacio y tiempo.


Es una coreografía mental, un ritual artístico que depende de la gente”, advierte el artista francés. El “cerebro” de la exhibición –que debe entenderse como una experiencia– es un cultivo de levadura dentro de un biorreactor montado a mitad de la sala en una suerte de caja de cristal. El germen está conectado, a través de computadoras, a un sensor de temperatura humana, y según aumente o disminuya, la semilla crecerá para, a su vez, activar las piezas de la instalación.

Los museos del siglo XIX no aceptan la idea de la evolución del tiempo y del espacio, pero la manera en que hoy se piensa el arte es diferente y será diferente mañana. El arte en muros puede generar experiencias, claro que puede, pero no estoy interesado en ello, en el siglo XXI no es la idea que me interesa”, afirma al referir que sus obras abandonan la pared para ocupar el espacio central de una sala.

Entonces sus proyectos no son, señala, objetos para la contemplación. Son eventos secuenciales que ocurren en un momento determinado para generar vivencias, y éstas siempre serán diferentes según el tiempo-espacio donde ocurran. “Es como nosotros, hoy venimos vestidos de un modo pero mañana cambiamos. Así el arte cambiante, y cuando pasa la sombra de un globo o escuchas el piano que captura tu atención es ahí donde surge el momento del arte que a mí me importa”, abunda.

Para su presentación en Jumex, Parreno seleccionó cuatro video instalaciones previas: Anywhen (2016), C.H.Z (2011), Anlee (2017) y The Crowd (2015). Las proyecciones están intercaladas por intervenciones en piano, algunas veces a cargo de una intérprete y otras producidas por la energía generada desde el cultivo de levadura. En tanto, globos aerostáticos de figuras de peces flotan en mitad de sala, y sin aviso suena un reloj que puede confundirse con un teléfono o cualquier alarma.

En medio del ajetreo sonoro y visual, que mantiene alerta al espectador por casi una hora, una serie de poemas impresos en hojas de colores invita a sentarse sobre la alfombra para leer. Pero tal vez no haya silencio suficiente para la lectura, porque la voz fuerte y pausada de Anlee, un dibujo de manga, irrumpe en la pantalla para narrar su historia, la de un personaje sin identidad.

Cuando los vídeos se detienen por un momento, un guía con un dispositivo móvil recorre la sala para mostrar la realidad virtual que hay detrás de los muros. El espectador debe seguirla. Todo se activa a partir de la energía del cultivo. “Siempre estuve buscando una manera de conectar el tiempo con eventos visuales, y entonces me reuní con estos jóvenes científicos que me ayudaron a llevar a la práctica la idea de materializar el tiempo en el crecimiento de la levadura”. Así la “experiencia” en la sala se vive sin silencios, sin pausas.

Y de eso se trata, dice quien ha expuesto en la Tate Modern de Londres, en el Palais de Tokyo y el Centre Georges Pompidou en París. Su intención es provocar la participación activa de todos los elementos –videos, sonidos, objetos y espectadores– en un sistema autónomo. Un circuito de sucesos que si bien siguen un guión, en realidad dependen de la activación del público.

Julieta González, directora del museo, apunta que para comprender la activación de Parreno hay que pensar a partir del concepto de post-museo, post-objeto y post-arte. Y entender la obra como un ensamble de estímulos sensoriales.

Al respecto, el artista, que ha participado cinco veces en la Bienal de Venecia, refiere: “Sí se puede hablar del post-objeto en la exposición, pero yo diría que es un cuasi objeto que se forma a partir de la colectividad, y lo que trato de hacer es redefinir la naturaleza del objeto artístico”. Esto es, explica, cómo rebasar la materialidad del arte para llevarlo a la vivencia.

Parreno se identifica con la generación de Daniel Buren y Lawrence Weiner quienes transforman la obra-objeto en una experiencia. El francés con proyecciones geométricas saturadas de color hechas en vitrales o maquetas monumentales, y el estadunidense con el lenguaje como escultura urbana. Los tres abandonan el soporte bidimensional para ocupar el espacio expositivo con “realidades” construidas. Parreno, en particular, explora la conexión entre la mente humana y la materia.
A partir del momento en que el objeto-arte deja de ser el objeto discreto que contiene el significado y se convierte en parte de un sistema que convoca al espectador, y este sistema funciona a partir de unas relaciones de retroalimentación, el objeto deja de ser importante y la clave está en la experiencia del público”, detalla González.
Como un remanso a la inmersión visual, en la terraza del museo se montó una marquesina de luz amarilla que se refleja en un cubo negro de agua, y entonces sí invita a la reflexión pausada.

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